El Titanic se hundió en 1912 arrastrando consigo muchas preguntas sin respuestas. No ha sido hasta recientemente cuando, de la mano de los adelantos tecnológicos, hemos podido bajar hasta él y saber con certeza lo ocurrido. Las impresionantes imágenes obtenidas a más de tres mil metros de profundidad nos permiten reproducir, con escaso o nulo margen de error, lo ocurrido aquella fría noche en la que el orgullo humano iba a ser abatido por un trozo de hielo en poco más de dos horas.
Dejando a un lado el aspecto trágico de la cuestión, algo parecido viene ocurriendo desde hace poco más de dos siglos con nuestro conocimiento del mundo antiguo. La Batalla de Lepanto en el año 1571 puso fin en términos generales a un período de ocho siglos de guerras continuadas con el Islam. Europa ha conocido un gran desarrollo desde entonces que le ha llevado a colonizar prácticamente la tierra entera en el período que va del siglo XVIII al siglo XX. Bajo su etapa de dominación del Oriente Medio, las tierras que vieron nacer el judaísmo, el cristianismo y más adelante el Islam, han sido exhaustivamente analizadas en un intento por profundizar en los sucesos que, muchos siglos después, siguen constituyendo el centro no sólo de los seguidores de estas formas de vida sino, de alguna manera, de la humanidad entera.
La arqueología, la numismática, el análisis literario de los textos, los métodos de datación de la edad de los objetos encontrados, la paleontología etc., están haciendo con la historia lo que los submarinos modernos hicieron con el Titanic: sacar a la luz un pasado aparentemente olvidado. Y este conocimiento arroja una gran luz sobre nuestro presente ayudándonos, si lo queremos aceptar, a acercarnos y conocernos mejor los unos a los otros.
Por todo ello, llevo muchos años y sigo, estudiando, investigando y consultando varios libros de especialidades en esta materia “Islam”, su historia, sus orígenes y a preguntar a cuantos parecían ser entendidos en la materia. La lectura me fue muy provechosa, al menos en parte. De las personas con las que hablé, recibí menos de lo esperado. Unos veían en los musulmanes sólo una amenaza y mostraban muy poco cariño hacia ellos. Otros, en el extremo contrario, se negaban a ver diferencia alguna, en una actitud que recuerda a la de los avestruces metiendo la cabeza bajo el ala. Mis deseos me conducían en una dirección distinta a la de ambos. Tampoco los más moderados parecían saber mucho más de lo que yo conocía ya por aquel entonces.
Me apliqué, pues, a conocer mejor el mundo musulmán (a pesar de que soy de origen iraquí, he nacido y vivido con ellos), pasé por varias etapas. Al principio mi actitud era un tanto apologética, buscando más lo que me reafirmaba en mis posturas que el corazón mismo de las personas con las que deseaba dialogar.
Ahora, con el paso de los años, veo esa etapa como normal y tal vez inevitable: sé que todos los que pretendan andar este camino pasarán por ella. Luego vino la de la perplejidad: cuanto más me parecía saber más difícil me resultaba orientarme en el modo concreto de actuar. Me daba la impresión que la razón iba por un lado y el corazón por otro y falto de ayuda exterior, me preguntaba si alguna vez encontraría respuestas a las intuiciones que ya iba teniendo.
Está claro que nuestros conocimientos actuales sobre los orígenes y el desarrollo del Islam, distan mucho de parecerse a las opiniones todavía comúnmente aceptadas. Compartir estos descubrimientos, aunque al final terminen siendo beneficiosos para todos, podría resultar de momento doloroso para algunos. El cariño por las personas y el natural deseo de que no sufran, te hace pensar si no sería mejor mantenerlos ocultos, teniendo en cuenta sobre todo a aquellos que acepten la nueva visión que se nos ofrece podrían verse envueltos en dificultades. En ese momento me acordaba de Jesús, Él debió pensar algo parecido antes de llamar a los primeros discípulos. Sabía que su camino no era fácil y que, los que le siguieran, les ocurriría lo mismo que a Él, y sin embargo les llamó. Seguramente, Jesús pensó que la Verdad es una perla hermosa por la que merecía la pena arriesgarlo todo, incluso la vida. Pensó que “Los sufrimientos del tiempo presente son poca cosa comparados con la Gloria que un día se nos dará” (Romanos 8:18). Pensó que la ignorancia nunca es buena, incluso si al principio parece hacerte la vida más fácil. Y ahora, seguramente, le estarán eternamente agradecidos.
Yo pensaba en mis amigos musulmanes ¿Cuál sería su reacción? ¿Me dejarían de ver como amigo si les decía las cosas que ahora sabemos? ¿Se sentirían traicionados? Me daba cuenta, sin embargo, que estas preguntas me tenían a mí por centro, que lo que buscaba era mi propio bienestar y el centro debe de ser la Verdad, no mi persona. Por tanto la pregunta debía ser: ¿Tienen mis amigos musulmanes el derecho a conocer estas cosas y a decidir por sí mismos si son o no verdaderas? Dicho de otra manera: si ahora las ocultamos, ¿no llegará el día en que nos echarán en cara el haberlo hecho?
Con todo ello; la verdad yo no guardo rencor a los musulmanes, al contrario, como cristiano practicante amo el único Dios verdadero y el prójimo, en este caso el musulmán. Como muestra de este amor; mi propósito es dar a conocer, a toda persona, sobre todo el musulmán, la realidad y la verdad sobre el “Islam”, porque nunca es tarde.
Claro, todo eso, viene reflejado y dedicado en mis publicaciones, conferencias y otros trabajos a mi análisis crítico del Islam.
Mi deseo es ofrecer estos conocimientos de una manera que a unos y a otros nos permitan acercarnos más a Dios, que es la Verdad misma. Y si el entendimiento total no es de momento posible, quiera el cariño que nos tenemos mantenernos unidos hasta el día en que nos sea dada mayor claridad. Así, es con temor y temblor, pero con gran esperanza, me decido a compartirlas.
Raad Salam Naaman, desvelando el Islam, Editorial Monte riego (León) 2012